En la
mente de Gian
Esta novela contiene lenguaje explícitamente de
sexo que puede ser ofensivo para algunas personas. Si ese es su caso, no lea
esta obra.
Todos los personajes citados en la novela son
producto de la imaginación. Cualquier semejanza con la realidad es pura
coincidencia.
Once meses pasaron después de la mudanza. Pocos muebles llevé conmigo, apenas el sofá felpa color crema rematado y la mesa, aquella de la cocina -aunque no sabía dónde ponerla- donde solíamos sentarnos diariamente. Lo demás ya estaba en el apartamento. También estaba la argolla.
Pese a las apariencias al
principio fue casi imposible imaginar cuál fuese su verdadero uso. El pedazo de
hierro clavado entre la lámpara y el ventilador de techo no era más que una
línea de pocas pulgadas suspendida en el aire, y el hueco cilíndrico de unos
cinco centímetros de diámetro lo ignoré siempre a contra luz. La insignificante
argolla era casi invisible.
Pero esta noche la cuerda rodó
por el hueco de la argolla con extrema facilidad y accionó como engranaje
izando mis brazos. Al contraer los tendones fue como si los músculos fueran
a separarse de las articulaciones, tal
era la fuerza que la cuerda ejerció en mis huesos no acostumbrados al tormento.
El tórax quería crecer, elevarse, volverse elástico de forma de aliviar el
dolor. Todo mi cuerpo desencadenó una lucha contra las ataduras que lo
convertían en víctima, me debatí, di giros hacia un lado y otro para luego
rendirme. Entonces la cuerda se tensó y todo mi peso colgó de mis muñecas que a
su vez colgó de la argolla.
....
Me pasé del margen. Esta noche me pasé.
¡Qué imbécil! Horas antes me vanagloriaba de tener
suerte porque lo encontré en el gimnasio, puro caso, en la segunda semana de aburrido entrenamiento. Eleonora me
dijo que allí nadie iba para practicar deportes a pesar de los sacrificios que
implican trasladarse de un lugar a otro con estas bajas temperaturas que te
obligan a envolverte en un sobretodo y a ponerte botas y guantes. Eleonora me
alertó que casi nadie iba por el deporte sino para liar, y se liaba muy bien
según sus experiencias: conoció a un banquero casado y a un soltero al cual le arrancó unas
cenas. Y en las últimas
semanas salía con su personal
trailer, un chico moreno, diez años menor que ella.
Eso era imposible, pensé, no
las citas en sí, tampoco su afición por el jovencito rastafari oxigenado, descamisado y sudoroso. Cójeme, anunciaba su
sonrisa de perfecto idiota en busca de aventuras con mujeres casadas. Yo no le
hubiera dado ni tres puntos ni antes ni después. Lo imposible era que Eleonora
hubiera olvidado, olvidado, porque hasta donde recuerdo estaba enamoradísima de
Renzo, el hombre más arrogante que exista en la faz de la tierra, pero de
pronto era como si lo hubiera borrado de su mente, tal era la forma en que me
confesaba sobre sus nuevas aventuras contándome todo con lujo de detalles, explícitamente, algo innatural, impropio de quien
usó siempre sentido figurado y rodeos para hablar de temas relacionados con el
sexo. Eleonora ha cambiado, supongo que todos hemos cambiado, pero pese a lo
que quisiera yo no podría intercambiar comentarios sobre mis intimidades con
ella, no entendería nada.
...
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