Acuérdate
de mi
Porque me pides
que me recuerde, intento recordarme. Sabes que estoy esforzando la mente para
regresar al lugar del recuerdo, a ese
mundo lejos y casi olvidado que hoy me
parece un lugar vivido por otra persona, no por mí. Pero debo dirte que estoy
tratando y que lo logro, casi casi, despacio Ana, me recuerdo, me recuerdo, allá
lejos, me recuerdo; el parque, la tierra mojada, el huerto donde mis padre
solía llevarme diciéndome siempre: -Mira bien todo esto, porque todo esto algún
día será tuyo. Cuando hablaba de todo
esto nunca incluía a mi hermana que es
mayor que yo de cinco años y no lo hacía solo porque aunque sea mayor no cambiaría
nada de que sea mujer.
Ana, Ana.
Cuando yo apenas
tenía tres años sabes que era el orgullo de mi familia. Mis padres me adoraban,
mi hermana Amelia se desvivía por mí, sin contar las locuras que hubiesen hecho
por mí el resto de la familia, mis tías, abuelos, y toda clase de spécimen que
yo pueda considerar familia. Me mimaban, me acurrucaban, me dejaban hacer a mis
anchas todo cuanto me apetecía. Quizas por eso a esa misma edad todavía se me
antojaba no hablar. Pronunciaba solo rumores si así puedes llamarlos. Fue a mis cuatro años cuando pronuncié mis
primeras palabras y todo se echaron a reír porque mis primeros chapurreos no
fue mamá o papá ,o lla tete, como todo niño normal. Mi primera palabra la dije
bajito pero la dije al dentista de familia en mi primera cita para taparme una
carie. Lo dije porque amenazaba con meterme esos estúpidos y terribles aparatos
en la boca. Le dije: Feo. Y mis padres sosprendidos exclamaron: -Ha hablado! Y
desde entonces lo consideraron un milagro porque ya estaban convencidos de que
yo no hablaría nunca después de haberme llevado a todos los psicólogos y
pedriatas de medio país. Entonces la adoración por mí se acentuó aún más como
en mí creció el instinto de hablar, pues si veía a un señor algo pasado de peso por la calle, en medio de
todo el mundo le decía:-Gordo. Y si veía una señora un poco entrada en años le
decía: Vieja. Y si la señora era algo baja de peso le decía: Flaca. Y esto
siempre delante de todos y sin penas. Pero quien empezó
a tener pena de mi lengua fue mi madre a quien poco a poco se le pasaron las
ganas de sacarme a la calle por verguenza de que pudiera soltar. Y tú por
entonces estabas siempre presente Ana porque siempre fuiste la mejor amiga de
Amelia y recuerdo la primera vez que quise hablarte, te dije: -Eres fea. Y
pasaron las semanas, los meses, y los años, y ya cuando entrabas por la puerta
porque venías a ver a la pesada de mi hermana Amelia, antes de que yo habría boca
para recordarte lo fea que eras, tú me decías: -Si, Carlitos. Ya lo sé que soy
fea, fea, feísima.
A mis diesiocho años a mi madre se le había pasado las ganas de adorarme y mi padre apenas me hablaba. En la escuela andaba super mal y mis amistades no eran de los mejores. Y ya tú no estabas porque habías desparecido con tus padres hacia una ruta desconocida que ni siquiera Amelia sabía. Cuando decidí irme a estudiar a Nueva York no fue para complacer a mis padres sino para irme lo mas lejos posible, buscaba algún lugar donde no me sintiera controlado ni amenzado. Pero nunca pensé que la metrolitana reservara sorpresas, que me asaltaran por mi cara de turista novato no fue lo peor, sino el tener que llamar a mis padres para pedirles alguna ayuda económica aparte de la que ya me daban. El dinero lo utilizaba para salir de noche a beber con mis nuevos amigos. Pero aquella tarde Ana cuando vi aquellos pantalones vaqueros en la metropolitana, las sandalias de cuero, aquel cabello negro suelto ondulante, te volviste y te reconocí, allí, donde menos imaginé reencontrarte, por todos los ángeles del cielo no pude menos que susurrar que eras bella, bella, bellísima.
No hay comentarios:
Publicar un comentario