He amado a un hombre
Querido Pierre,
Acabo de recibir tu carta.
Me apresuro a responderte desde
el interior de esta habitación cuyas ventanas humedecidas por la bruma de la
madrugada apenas me permiten contemplar la ciudad de Venecia.
Debo darte las gracias por
contestarme con rapidez y total franqueza planteándome tus puntos de vista a la
situación que te describí en mi última misiva. De verdad, te lo agradezco
mucho. Habíamos acordado que seríamos sinceros el uno con el otro y veo que has
mantenido tu promesa como yo cuando te confesé lo sucedido en los últimos dos
meses. Perdona otra vez si te obligué a saber todo por este medio. Ahora te
revelo que todavía mantengo una rara y oscura perturbación de angustia al
saberme incapacitada para enfrentar la expresión que sé se asomó en tus ojos al
leer lo que escribí.
Sé que esperabas otra cosa de
mí, Pierre, pero debes creerme si te digo que ahora sólo deseo pensar en
nosotros y no añoro otra cosa que hablarte de ti y de mí, de nadie más.
Deseabas que se arreglara todo precisamente aquella tarde de noviembre (cuatro
meses atrás) en que tomaste el avión desde París para venir a verme. Has
retardado la cita con el editor de tu libro recientemente divulgado y quién
sabe cuántas otras cosas que no me dijiste para no incomodarme, conociéndome
como me conoces. He leído el libro no sé cuántas veces, y por tantas que vuelvo
a adentrarme en la complejidad de sus páginas me siento estúpida al reconocer
en ellas nuestras vivencias.
Pág 72, párrafo segundo: Ella sabe que no hago otra cosa que pensar
en el momento en que el dinero sea suficiente para vivir juntos. Ahora
comprendo, yo llevaba prioridad por encima del resto que representa tu mundo
forjado con gotas de fe que tanto me
hace falta.
Sigue lloviendo sobre los
descoloridos tejados de las viejas casas de Venecia y vuelvo a pensar en
aquella tarde en que también llovía. Escuchábamos la melodía de un violín y
mostraste tu forma más amable que envidio porque sé que aquel mendigo aún te
recuerda, algo que tampoco olvido: tu esbelta figura envuelta en el sobretodo
negro, tus zapatos con las puntas mojadas y tu sonrisa de eterno chiquillo
ordenado. Titiritábamos de frío cuando
entramos en el viejo bar donde pediste una taza de chocolate mientras yo sólo
pensaba en fumarme un cigarro. Por eso te dije que necesitaba ausentarme unos
segundos, por eso te dejé durante tantos minutos sin importarme otra cosa que
aquel maldito cigarro y al volver a tu lado noté miradas femeninas que se
fijaban en ti, sólo en ti. En cambio, tú curioseabas en las páginas del viejo
periódico, en el artículo de las amplias atenciones para los estudiantes en la
Universidad de arquitectura. Me lo comentaste, yo nada respondí al respecto.
Te dije que deseaba un punch arancio bien caliente. Sí, querido, es una de las
cosas que he aprendido a apreciar en esta melancólica ciudad, además de las
tertulias de los estudiantes en los cafés y el diferenciar el estilo Barroco del Renacimiento, Bizantino,
o Gótico. Y mientras me mirabas como
quien deseaba ignorar la sorpresa que mi pedido te ha provocado, sonreíste
regalándome la posibilidad de contemplar el hoyito que se forma en tu mejilla
izquierda las veces que sonríes. Cuántas veces he pensado en ello, mientras
atravieso los estrechos canales con la mirada perdida en los taciturnos
palacios, entre el qué hacer de los venecianos, el flash de las cámaras
fotográficas y el arrullo de las palomas en las plazas.
Sabes, ya no deseo convencerte
de que volveré a ser la misma chiquilla que conociste aquel 24 de febrero. Ha
pasado mucho tiempo, ¿verdad? Siete años, dos meses, varios días. Los amigos lo
comentaron dándonos palmaditas en los hombros como si fuéramos el prototipo del
amor ideal. -Sin la clásica firma sobre un papel y sin embargo, siete años.
Pero tú y yo sabemos que el hechizo se ha roto, y todo por mi causa, por éste
tenerte y no tenerte, mi inseguridad ante el sacrificio y la poca confianza que
he puesto hacia el futuro aún cuando aquella tarde me juraste que nada
cambiaría lo que sentías por mí. No sabías que no te creía. Pensaba que era
hora de terminar con todo esto. Creo que fue esa misma tarde, mientras te despedía
en la sala del aeropuerto que decidí devolverte el sacrificio.
Por todo ello tienes razón
cuando dices que he perdido tu confianza, cuando me aclaras que he dejado un
dolor muy grande y aseguras que el tiempo no logrará cancelar las heridas. Lo sé,
pero al menos por una vez más, te lo ruego, no eches por tierra los momentos
que hemos pasado juntos. Salida: 21:30. Llegada: 22:45. Todo está bien claro en
el billete que te envío junto a esta carta. No lo ignores, y ven a verme. Te
prometo que lo arreglaremos todo, aun si prefieres a partir ese estúpido
momento que te he explicado.
Pocas horas las que nos separan.
No necesitas equipaje, sólo traerte a ti mismo. Me es suficiente. Me basta.
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